Relato del 14° Concurso “Sin Presiones” Expresión Escrita de lxs Trabajadorxs

                                   VIDA SUBTERRÁNEA

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Mateo ya había sacado la cuenta: el viaje diario al trabajo le insumía ochenta minutos, entre ida y vuelta. Representaba más de seis horas a la semana o – lo que era más deprimente – alrededor de un día al mes entregados sólo al trayecto en subte desde su casa a la oficina. Cuando había hecho estos cálculos, le había parecido una locura malgastar tanto su tiempo en un viaje que no era precisamente lo que se podría llamar de placer. Pero, claro, sabía que no era el único infeliz sobre esta tierra que regalaba así el tiempo y eso lo dejaba un tanto más tranquilo. De hecho, compartía el vagón de manera habitual casi con las mismas caras, a quienes parecía conocer (o eso imaginaba).

Trabajaba en la administración de una pequeña fábrica de tornillos. No tenía ni la más remota idea de tornillos pero llevaba alrededor de diez años en ese mismo puesto. A decir verdad, su función no requería en absoluto conocer el proceso de fabricación o los diferentes productos que se confeccionaban en ASTOR S.A. Simplemente era “el de Recursos Humanos”. Tampoco se podría decir que era un experto en la materia, ya que había accedido a ese puesto tan sólo por ser amigo de la persona indicada (como suele ocurrir – digamos – bastante por estas tierras).

Tenía una diminuta oficina al lado de los contadores de la fábrica, con quienes no intercambiaba muchas palabras, pero sí sabía todo de sus vidas. Su jornada laboral transcurría entre pedidos de vacaciones, enfermedades de empleados (también fiebres de sus hijos, malestares de concubinas y acompañamiento de padres ancianos al médico) y el desarrollo de un plan de capacitación para el personal que llevaba varios meses sin poder terminar.

Para llegar a su trabajo, Mateo diariamente caminaba las dos cuadras que separaban su casa de la estación de subte en ese completo e inalterable silencio, mezcla del propio amanecer del día y el estado de somnolencia de uno hasta que el cuerpo definitivamente se despierta. Una vez dentro de la formación de las siete y veinte de la mañana, siempre subía al mismo vagón y se ubicaba casi en el mismo lugar: de pie, apoyado sobre la ventana en uno de los extremos. Desde allí podía observar muy bien a todos los que entraban y salían y – detalle no menor – le daba más seguridad ante los amigos de lo ajeno que pululaban en el subterráneo de la gran ciudad.

Ese medio de transporte era el más utilizado por la clase trabajadora, que evitaba así congestiones de tránsito y esos malditos semáforos que parecen estar siempre en contra del que quiere llegar a tiempo. Solamente había que adentrarse algunos metros debajo de la tierra en un punto determinado y salir, varios minutos después, en el destino escogido sin ver paisajes, vehículos (más allá de otro subte en sentido contrario), transeúntes ni edificios, con esa sensación de ser un topo bajo el cemento o una de las tantas hormigas obreras de la urbe.

Cerca suyo en el vagón generalmente se ubicaba un hombre alto y fornido, de unos cincuenta años, de saco oscuro y corbatas que parecían ahorcarlo, por la expresión de su cara y porque siempre estaba todo transpirado. Mateo imaginariamente lo llamaba Gervasio. Tenía esa costumbre un tanto infantil pero entretenida de pensar quiénes eran los que viajaban a diario con él en el subte, qué hacían, adónde se dirigían o cuáles eran sus temores, por ejemplo. Era – llamémosle – su pasatiempo durante los cuarenta minutos hacia la oficina o en su regreso a casa.

Para Mateo, Gervasio era un abogado de esos inescrupulosos y carroñeros que sólo buscan un beneficio personal – pura y exclusivamente dinero – sin pensar en víctimas ni en victimarios. Todos los días se lo veía pensativo en el viaje, sacando números con su celular o revisando lo que Mateo entendía que eran expedientes judiciales. Cada tanto, también se lo escuchaba hablando por teléfono sin la menor prudencia – mucho menos vergüenza – con palabras que denotaban su total falta de tacto por encontrarse dentro de un vagón lleno de gente que podía oír todo lo que decía (aunque quizás era justamente lo que pretendía). “Tranquilo, le vamos a sacar todo a Gonzaga. No le va a quedar ni para la jubilación a ese hijo de puta”, era quizás una de sus frases más escuchadas, cambiando a Gonzaga por Aguirre, Goldstein, Lombardi o el pobre diablo de turno.

En el subte de vuelta, por la tarde, tal vez agotado de arruinar a tanta gente (pensaba Mateo), Gervasio volvía sentado, en silencio y con auriculares. ¿Escuchaba Vivaldi, Mozart o algo más popular? Mateo se devanaba los sesos y nunca había podido definir cuál era la música que identificaba a este personaje. Había pasado por lo clásico, por el rock and roll de los sesentas y setentas, por algo más melódico y latino y hasta por géneros tropicales, pero sentía que ninguno sería de su agrado plenamente. Hasta llegó a pensar que lo que oía eran alegatos, declaraciones judiciales o escuchas ilegales para ser utilizadas en alguna causa.

También en el subte de las 7:20, siempre bien vestida, con trajecitos tan elegantes como provocativos, viajaba – según Mateo – Mirna, una joven platinada que apenas rondaba los veintis. Subía y bajaba en las mismas estaciones que él, pero nunca la había cruzado por su barrio ni por la zona de su oficina. Imaginaba que era la secretaria ejecutiva de algún gerente arrogante de una empresa internacional, que obviamente abusaba de su poder y que detallaba, ante otros jefecitos igualmente insoportables, los atributos de la empleada, aunque jamás le haya aceptado propuestas indecentes.

Según Mateo, Mirna no parecía ser del estilo de las que sucumben ante la tentación de los placeres de la superioridad. Muy por el contrario – pensaba -, ella tendría la actitud de esas mujeres que no se dejan avasallar por los machos oxidados de otros tiempos, que les ponen los puntos sobre las íes a los viejos verdes y no se quedan calladas ante la más mínima insinuación desubicada.

Siempre viajaba, tanto a la ida como a la vuelta, ensimismada en su celular (sólo levantando la vista cada tanto para saber cuánto faltaba para llegar), tal vez siendo muy activa en redes sociales, con cientos de seguidores, amigas por doquier y solicitudes de todos los colores. Mateo estaba seguro de que una mujer así debía tener una vida social envidiable – al menos comparada con la suya – de fiestas, viajes con destinos paradisíacos, manjares de todo tipo, fines de semana de placer y eventos exclusivos. Lógicamente todo esto era por demás atractivo para Mateo: más allá de la belleza indiscutida de Mirna, lo que él proyectaba sobre ella la hacía aún más interesante y codiciable, aunque sólo se trataran – quizás – de ideas suyas.

Jorge – siempre según Mateo – viajaba por lo general a pocos metros de él en el vagón. Canoso y en aparente edad de jubilación, no aceptaba nunca que le dieran el asiento: se rehusaba con suma seriedad, varias veces a la semana, argumentando que se bajaba en pocas estaciones. Mateo sabía que eso no era cierto, ya que seguía viaje aún cuando él descendía, por lo que imaginaba que simplemente no le gustaba ser considerado merecedor de un asiento sólo por su edad. Pero, claro, ¿a quién le gustaría?

Este hombre, probablemente abuelo – imaginaba Mateo -, vestía ropa para nada sofisticada de lunes a viernes: camisa, jeans y zapatos. De hecho, de no haberlo observado bien, casi a diario, podría haber pensado que Jorge se ponía lo mismo todos los días. Pero, como a Mateo no se le escapaba ningún detalle, se percataba de algunos tonos diferentes en sus camisas, en su mayoría a cuadrillé.

Quizás trabajaba como encargado en algún edificio céntrico o hacía trámites en bancos, temprano como todo hombre entrado en años. Al menos eso era lo que pensaba Mateo sobre Jorge. Tenía también cierta mirada de añoranza cuando observaba el vagón o las vías desde la ventana, como recordando quién sabe qué. Tal vez experiencias vividas hace décadas, amores lejanos o caras que ya no recordaba. Era la imagen de la vejez en persona – sentía Mateo -, viendo pasar e irse de a poco la vida. Aquel hombre le transmitía mucha paz y, a la vez, una pena de esas que hacen que uno quiera ir a darle un abrazo, sin mediar palabra alguna.

También en ese subte, Mateo veía cómo subían y bajaban Mónica y Sebastián: una madre cincuentona, de estatura muy baja y de cabello bien corto y su hijo preadolescente, con esa cara de transición entre la niñez y la adultez tan desubicada en un cuerpo aún pequeño. Imaginaba que ella era docente (por el guardapolvo que colgaba de su cartera) y llevaba a Seba al mismo colegio en el que trabajaba. Claro, allí tendría no sólo la vacante asegurada, sino también algún que otro descuento en la cuota.

Sebastián, por lo general, se dormía literalmente parado en la formación, cuando no viajaba sentado (también desmayado). Llevaba siempre botines y un par de carpetas forradas con escudos futboleros en sus manos, lo que – a los ojos de Mateo – evidenciaba un claro fanatismo por el balompié. Se veía reflejado en él a su edad: sueños de crack internacional en su adolescencia, hoy devenido en el tipo de RRHH de una pyme de tornillos…

Mónica, en cambio, lejos de estar adormecida, habitualmente se concentraba en la lectura de algún bestseller: desde literatura clásica hasta libros de cocina y trilogías fantásticas. A Mateo le llamaba mucho la atención la velocidad con que cambiaba de títulos. En menos de un par de semanas, un libro nuevo, abierto de par, en medio de la maraña de gente del vagón. Le resultaba realmente envidiable la pasión por la lectura que transmitía esa mujer y el grado de concentración que lograba, pese a los malabares que tenía que hacer para leer de pie y en medio de gente que entra y sale del vagón constantemente entre estación y estación.

Todos ellos, Gervasio, Mirna, Jorge, Mónica y Sebastián, coincidían sin saberlo – excepto Mateo, claro está – al menos unos minutos, de lunes a viernes, en el subterráneo de la ciudad. Compartían un viaje, un momento diario de sus vidas. Eran parte de la masa compacta de gente que deambula por las grandes urbes siendo como esas hormigas obreras que sólo se mueven pensando en llegar a destino, hacer lo que tienen que hacer y volver al hormiguero, sin mirar demasiado a las demás hormigas y, mucho menos, lo que éstas hacen o dejan de hacer.

Pero Mateo se sentía diferente en ese sentido. Le gustaba saber o, en su defecto, imaginar sobre los demás compañeros de subte. Era su pasatiempo y lo disfrutaba en el total anonimato y pasando desapercibido en un extremo del vagón. Observaba, analizaba y pensaba acerca de la vida de los otros, al punto de que Gervasio, Mirna, Jorge, Mónica y Sebastián prácticamente eran parte de su propia vida. El día que no los cruzaba en subterráneo, llegaba a preocuparse y a conjeturar accidentes domésticos o enfermedades terminales. Y cuando, tal vez, a la jornada siguiente volvía a verlos, era como que las piezas retornaban a su lugar original.

Se justificaba diciéndose que no le hacía mal a nadie. Sólo era una especie de juego imaginario, que no compartía con absolutamente ninguna persona. Podría decirse que se trataba de un secreto suyo, aunque no catalogaba del todo como secreto en su máxima expresión y, sobre todo, no revestía de ese carácter de clandestino o temeroso que suelen tener los secretos. Simplemente se trataba de una partecita de su vida que no compartía, no comentaba con los demás, tal vez por vergüenza (algo que – paradójicamente – sí suelen tener los secretos).

Sin embargo, el observador no suele estar acostumbrado a ser observado y, mucho menos, percatarse de su mismo accionar en otras personas. Así, Gervasio, que era Claudio, no confiaba en absoluto en ese hombre que siempre viajaba parado en un extremo del subte, mirando a todos los ocupantes del vagón. Entonces, inventaba llamadas por celular a clientes importantes y procuraba que lo escuchara, para que viera a un tipo seguro, respetado y con cierto poder, aunque tan sólo haya sido un asistente administrativo más de los tantos de un estudio de abogados y escuchara podcast de autoayuda todas las tardes en el subte…

Mirna, que en realidad se llamaba Andrea, trabajaba eventualmente de cosmetóloga en un centro de estética muy elegante, pese a que sus dueños le pagaban en negro y a cuenta gotas. Era madre soltera desde los diecisiete años y llegaba a duras penas a fin de mes. Buscaba trabajo, a diario, con su celular mientras viajaba rumbo a su actual empleo. Notaba que había un hombre que la miraba siempre desde una punta del vagón, al que llamaba internamente Tomás. Y no le desagradaba para nada lo que veía…

Antonio había sido motorman de trenes y subtes durante cuarenta años. Se había jubilado hace unos cinco y extrañaba demasiado su oficio, los ruidos sobre los rieles, el olor a aceite derramado sobre las vías y la gente entrando y saliendo de las formaciones. Por eso este hombre canoso, llamado Jorge para Mateo, aprovechaba su retiro permanente de la vida laboral para viajar todos los días en el subte de las 7:20, el mismo que había manejado tantas mañanas de su vida. Sentía siempre la mirada atenta de un joven misterioso de quien envidiaba precisamente su edad, los años que tenía por delante y, a su vez, tenía el deseo furioso de querer decirle lo rápido que pasaban…

Mónica y Sebas, eran Raquel y Federico. Ella no era docente, sino bioquímica. Llevaba todas las mañanas a su hijo a la escuela y luego se dirigía, entre otras cosas, a sacar sangre a cientos de pacientes en un inmundo hospital en las afueras de la ciudad. Leer la sacaba, al menos por un rato, de la realidad de un mundo que no es todo color de rosas, sobre todo para aquellos que llegaban a ese abandonado nosocomio. Se divertía con el chusma del vagón que parecía querer saber qué libro estaba leyendo. Fede, por su parte, detestaba el colegio y – como bien intuía Mateo – sólo deseaba jugar a la pelota; actividad que hacía hasta altas horas de la noche. De allí que se desmayara todas las mañanas en el subte.

Y así, Claudio, Andrea, Antonio, Raquel, Federico, el mismo Mateo y tantos otros seguirán malgastando su tiempo en viajes al trabajo bajo tierra. Aprovechando esos momentos – al menos – para observar a los demás y, quizás, inventar historias. Preguntándose qué hacen, adónde van o quiénes son. Pero también sabiéndose observados por compañeros de vagón que, por ahí, los ven como Roberto, de profesión contador y millonario y no son más que Santiago, desempleado, en búsqueda desesperada de trabajo y tan sólo con un billete de cien pesos en el bolsillo.

Roberto Carrió Periodista.  Empleado en el ENTE NACIONAL REGULADOR DE LA ELECTRICIDAD-  CABA-

Relato del 14° Concurso SIN PRESIONES  Expresión Escrita de lxs Trabajadorxs                                                    Organizado por el ISLyMA , 24 de agosto de 2023

El Jurado Expresó: El tiempo aparece en este relato como “cronos”, como “aion” y como “kairos”. En la duración exacta de las horas que lleva el viaje de ida y de regreso de casa al trabajo; en la intensidad de lo que allí sucede y se vive sentado en el asiento de un transporte púbico; y en la oportunidad de mirar e imaginar la vida con otros ojos. La calidez y la fuerza de las imágenes nos sorprenden, pero a la vez esta escritura nos muestra un costado poco visible en la vida de los/as trabajadores/as: el del tiempo que nos insume trasladarnos a cumplir la tarea a nuestros lugares de trabajo

 

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