Telegramas
Ha llegado el correo. Un aire helado me recorre la espalda. Lo que ha llegado va a cambiar el curso de la historia. De mi historia. Esto sucedió hace muchos años, cuando el cartero tocó a mi puerta y me dijo: “Traigo un telegrama”. En realidad eran dos. Uno tenía la fecha de dos días antes y mi antigua dirección. El segundo tenía los datos correctos.
Ahí entendí todo. Días previos a la llegada del cartero, la responsable administrativa del medio de comunicación en el que trabajaba como monotributista, cinco horas diarias y fichaba entrada y salida, me pidió mi dirección con la excusa de actualizar la base de datos del personal. Era falso. Yo me había mudado sin avisar y sin pedir los días por mudanza que me otorga la ley. Cuando me pidió la dirección yo ya estaba despedida, pero el telegrama no había llegado al destino correcto.
El cartero me entregó el papel y con timidez me dijo: “Te dejo el otro también. Está a tu nombre, pero con otra dirección”. Estoy segura de que me temblaba la mano y que el hombre se dio cuenta de que se acaba de desatar una tormenta en mi vida.
El director del medio en el que trabajé un año con un programa del gobierno de Córdoba y otros seis como monotributista, tuvo que ir dos veces al correo para enviar el mismo telegrama para despedirme, porque no se animó a mirarme a la cara y decirme que iba a prescindir de mis servicios.
Al momento de mi despido yo tenía 31 años, pesaba 47 kilos, es decir, cinco menos de los que recomienda el índice de masa corporal para mi talla. Me alimentaba mal y no hacía actividad física. Aun así, el director del medio instruyó al responsable de seguridad y a los jóvenes beneficiarios de planes del gobierno provincial que atendían la recepción, para que no me permitieran el ingreso al establecimiento. Yo tampoco quería ir. No quería hacer nada, me dolía todo.
A las 48 horas de recibir los telegramas, una amiga me hizo notar que desde ese momento no había ingerido nada sólido y no me había dado cuenta. No. No me quería morir. Y sí. Si sabía que en ese trabajo me explotaban. Pero yo amaba lo que hacía. Y está mal. Lo que amamos no nos puede doler.
Con muchísimo miedo y prejuicio, un año después inicié una demanda que concluyó rápidamente con un arreglo a mi favor. Después recibir aquellos telegramas mi vida cambió. Hoy podría enumerar cosas bonitas que me sucedieron o podría hablar de mi presente profesional. Pero elijo hacer una pausa en mi relato cronológico.
Por diferentes circunstancias, una en una entrevista laboral y otra por elección personal, me senté frente a un psicólogo y relaté lo que acabo de escribir por primera vez. En ambos casos, apenas rodó una lágrima por mi cara, me dijeron: “Eso es violencia laboral”. Y yo, aún acostumbrada al destrato supongo, pregunté: “¿Por qué?”.
¿Por qué una persona que te tiene a escasos metros dentro de un mismo edificio elije enviarte un telegrama, sin pensar en la brutalidad jurídica de despedir a un monotributista como si fuera un empleado en relación de dependencia?
¿Por qué alguien va dos veces al correo a enviar el mismo telegrama, en lugar de bajar ocho escalones, mirarte a la cara y fingir la baja venta de publicidades como excusa?
Porque el mensaje es otro. Sabe que puede mentirte, pero así no va a lastimarte ni amedrentarte. Quien ejecutó mi despido sabía lo que estaba haciendo y no le importó.
Hoy, diez años después, al escribir estas palabras, aún lloro. No por el trabajo, no por el despido, no por rencor, no por odio. Lloro, porque la violencia laboral también duele.
María José Devia - Comunicadora Social, actualmente en Radio Universidad Nacional de Río Cuarto Provincia de Córdoba. Mención del 14° Concurso SIN PRESIONES Expresión Escrita de lxs Trabajadorxs Organizado por el ISLyMA , 24 de agosto de 2023
El Jurado Expresó: Relato en primera persona de una periodista “monotributista”. “Ha llegado el correo”. Un aire helado le recorre la espalda. Ella ama su profesión y le gusta su trabajo, pero a la vez se dice “Lo que amamos no nos puede doler”; y a ella le duele cada palabra de ese telegrama repetido dos veces por un error en su dirección, le duelen los modos, las miradas que no fueron, las explicaciones que nadie le dio, le duele lo que ha empezado a nombrar con dos palabras “…violencia laboral”.