Título: Soñar en paz
Para ser lo más precisa posible, 71.5 kilómetros eran los que me separaban de mi pequeña localidad de origen de esa gran urbe, Córdoba la docta, y su ciudad dentro de la ciudad, la Universitaria. De lunes a viernes ese era el recorrido que disfrutaba en los gastados colectivos por una ruta enmarcada en sierras, caminos sinuosos, ríos y puentes. Esperaba el momento en que después de una curva, aparecieran ante mis ojos unas edificaciones antiguas, de mucha historia, historia que también me pertenece, que son parte de las mujeres de la familia. Mi abuela paterna arribó a esa localidad Santa María de Punilla, con su prole para tratar la tuberculosis, y mi abuelo ferroviario fue trasladado para mantener el grupo unido. Mi madre también fue paciente del nuevo nosocomio, de pequeña solía acompañarla. Todos los integrantes de mi familia recibieron atención cuando lo requirieron, conocía las instalaciones y esos recuerdos me invadían. Un gran hospital público. Allí deseaba ejercer cuando me recibiera. Pensaba cómo sería el laboratorio, quiénes trabajaban, cuántos aparatos, muestras, tubos, colores y sonidos se desplegaban en él. No quitaba mis ojos del Hospital hasta que se perdía de mi vista y me acomodaba para cerrar los ojos y soñar.
Al despertar de uno de esos numerosos viajes, el título de bioquímica ya estaba entre mis manos. Día memorable si los hay, felicitaciones y fotos por doquier, la familia fundida en un solo abrazo, mi madre en el corazón. Ahora sólo me quedaba tramitar un traslado desde mi trabajo en la administración pública al Ministerio de Salud para cumplir ese sueño tan deseado. Claro que no sería fácil, pero ese momento llegó, y en enero de 2003 ya estaba aprendiendo a dar turnos, armar y acomodar historias clínicas, censar el internado, llevar estadísticas. Sí, seguía siendo administrativa, la ley dice que se ingresa por concurso, así que pacientemente comencé a capacitarme esperando ese llamado. Aprovechando la oportunidad en el área de Bacteriología del laboratorio, me inscribí para hacer la especialidad, conviviendo alrededor de 12 horas en el Hospital, a la mañana como bioquímica agregada al servicio y por la tarde en mi horario laboral de archivo. Mientras tanto, iba descubriendo el mundo hospitalario en todas sus dimensiones. Pasó un año y ese llamado a concurso nunca se hizo. También supe que había compañeras y compañeros en laboratorio con varios años de ser contratados/as y al llegar la fecha de finalización del mismo, la incertidumbre de su continuación y fuente laboral los ponía intranquilos/as, pero no eran los únicos, también pasaba con otros profesionales. Quise entrevistarme con los directivos, envié notas, solicitud de audiencia, y a los 9 meses fui recibida por el vice director, que sólo quería conocer quién era esa persona tan insistente que quería desempeñarse en laboratorio. No respondió si habría concursos o no. Creo fue mi primera noche sin poder dormir bien. Lloré de impotencia. Me sentía capaz de desarrollar mi profesión, de entregar mis ganas de trabajar para lo que me había preparado y sentía que por algún motivo que desconocía me era negado. Claro que el tiempo me hizo ver que no era algo personal, sino que la ley no se cumplía. Pasaron 4 años desde que llegué al Hospital y por decreto, esos contratos eternos y mi caso, pasamos a planta permanente del equipo de salud, y con ello ya definitivamente a dedicarme exclusivamente en laboratorio.
Por esa época, ya sonaban fuertes los nombres de médicos que reclamaban por los derechos de los trabajadores. A unos le faltaban pocos años para jubilarse y otros llevaban verdadera convicción, eran jóvenes profesionales residentes, idealistas, luchadores. En mi servicio no había mucha participación. Yo observaba de lejos, con curiosidad. Curiosidad que trasladé en preguntas hacia mi padre ya que recordaba las palabras lucha obrera, fábrica tomada, perseguidos, que de chica mencionaron y que en ese momento no tenía la conciencia de entender lo que significaban, y tampoco estuvieron luego en el currículo escolar del secundario. Algunas historias me contó, su activismo y el de sus compañeros en la provincia de Buenos Aires hasta su retorno a Córdoba en 1975, buscando resguardar su integridad y la de mi mamá, embarazada de mi hermano mayor.
El tiempo se me pasó entre la familia, las tareas del hogar, el trabajo y el estudio. Hubo separación y varias mudanzas. Superada la crisis, volví a conectar con el contexto donde trabajaba, nada había cambiado en las condiciones laborales, ni concursos, ni paritarias exclusivas para salud. Nada. Mucho menos el cumplimiento de la ley. El cambio fue una nueva organización y unión de los trabajadores para luchar por esos derechos del personal de salud. Sin dudas ingresé con convicción y compromiso. Éramos una gran familia hospitalaria.
La participación era importante, en asambleas, cortes de ruta, marchas, tanto en la capital de la provincia como en el interior. Una marea blanca copó las calles, el trabajador de salud era y es mal remunerado, maltratado, precarizado. Y no sólo afecta a los profesionales, la comunidad no recibe la atención que debe en tiempo y forma. Que le asegure su acceso de manera universal, de calidad y gratuita.
A pesar de que es una defensa para todas y todos los compañeros, siempre hay quienes desconfían, los “carneros”, y los jefes y jefas que tildan a alguien de problemática o conflictiva por no callar y reclamar para que exista un trato justo y equitativo en nuestra tarea. Quizás pedir cumplimiento de la ley provocaba inseguridades en los cargos de conducción y era mejor desprestigiar a colegas para no salir de su zona de confort. Y así, el gobierno dividió y reinó.
Noches sin dormir, sueño alterado, ansiedad, falta de memoria… ir a trabajar de lo que tanto me gusta, me significaba tener que poner un extra de voluntad.
Hasta que llegó la pandemia en 2020. No escapamos a la incertidumbre y a la poca preparación del sistema de salud, que ya estaba siendo vaciado. Improvisación en su máxima expresión. Cambios de horarios, de modalidad de trabajo. Pusimos toda nuestra mejor predisposición para poder cumplir con nuestro juramento. Recuerdo llegar a casa, entrar por la puerta trasera e ir directo al bañarme para luego poder abrazar a mi hija e hijo. Una locura transmitirles ese miedo que reflejaban sus ojitos. Pero eso pasó y llegó la primera ola. Otra vez los cambios de horarios, de modalidad de trabajo, compañeras y compañeros contagiados. Trabajamos, trabajé como nunca antes. Guardias interminables, descanso cortado, despertar agitada, el típico sueño de ir cayendo y despertar de repente. Y así llegó la segunda y luego la tercera ola.
Mientras esto sucedía, el gremio ya tenía otros dirigentes en su cúpula. Obviamente que mi confianza estaba depositada en ellos, en las bases que fundamentaron nuestra lucha colectiva. Pero en lugar de aprovechar el momento sanitario por el que estábamos pasando, hubo un giro inesperado en el “uso” que se hizo de la organización sindical que pasó a ser manejada, cooptada por un partido político. Obviamente que quienes no estábamos de acuerdo, sufrimos la desvinculación arbitraria, las falsas acusaciones, y la falta de apoyo en cada lucha local (que era mucha) porque el trato a los trabajadores pasó de ser un aplauso de la comunidad a migajas de la patronal, maltrato, persecución y una despiadada precarización laboral. Esa precarización hizo que el ambiente laboral sea menos familiar y cada quien cuidó lo suyo. El fraude, las maniobras, la burocracia, las falacias rompieron el querido gremio. Así como el virus, que muta para sobrevivir y necesita un huésped, así nos vimos infectados por quienes se dicen defender nuestros derechos. En esta post pandemia dimos pelea leal, ahora esperamos a la justicia que, aunque maneja otros tiempos, distintos de las necesidades del trabajador, llegará.
La realidad es que quienes estaban a cargo de los servicios se convirtieron en “hombre lobo del hombre”, reacomodar luego de la pandemia los servicios y el personal se convirtió en una tarea de premios y castigos, dependiendo el prejuicio que se tenga sobre cada uno de ellas y ellos. Hoy, sólo por agradecimiento de un salario que me permite dar de comer a mi pequeña familia es el motivo por el que me levanto y voy a trabajar. Antes de mi día de guardia dormir no es sencillo, se me pianta un lagrimón (o varios) antes de salir, ya no siento al Hospital como un lugar amigable. Tanto desee estar allí, respiro hondo, miro el pasillo y puedo recordar a mi madre esperando su turno en un gran Hospital Público. Y como dice la canción: “… aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor, mañana es mejor…”.
Mañana quiero volver a soñar en paz.
Verónica Analía Reyes - Huerta Grande – Pcia. De Córdoba - Bioquímica – Hosp. Domingo Funes Sta. María de Punilla.
Relato: 13° Concurso SIN PRESIONES Expresión escrita de lxs trabajadorxs Organizado por el ISLyMA de Córdoba, 2 de agosto de 2022
EL JURADO EXPRESÓ: En el texto (Carmencita), su autora (trabajadora en un hospital público) relata su experiencia de participación en la lucha por la incorporación de trabajadores a planta permanente y por condiciones laborales. En su relato nos devela la importancia de la pertenencia a un colectivo y los vínculos entre compañerxs de trabajo para significar la labor. En el relato se marca el complejo camino del trabajo vinculado al estado, en este caso en el sector salud. La dificultad planteada por los incumplimientos legales, la vivencia de la injusticia en el trato y las oportunidades, en el trabajo bajo cualquier condición, el encuentro de un espacio colectivo que parece reparador y se vuelve lo opuesto, provocando descreimiento y mayor sufrimiento.