Título: “La denuncia salva”
Dos alarmas, la primera era poco estridente para que el cerebro la tome sin demasiada sorpresa. La segunda, menos afable e insistente, cada cinco segundos se repetía odiosa e imperturbable.
Le costaba abrir los ojos porque desde el mismo momento en que apoyaba su cabeza en la almohada, la acompañaba la salvación que le habían recetado en reconocimientos médicos hacía un mes, una antes de dormir y santo remedio.
Cada mañana se repetía el ritual de despedida, había que separarse hasta la tarde y esperar hasta la noche, debía salir sola y no podría volver hasta finalizar la jornada. Jamás hubiera pensado todo el trabajo que le llevaría trabajar.
La ropa había rotado su dinámica, los primeros años fue protagonista al punto que ninguna mañana amanecía sin que estuviera lista y dispuesta en la banca que escoltaba su cama. Impoluta, perfumada, y ansiosa de exposición asaltaba arrogante la calle en toda temporada.
Cerca del tercer año ya no era lo mismo, no había una sola muda que estuviera prevista, anticipada y se mostrara expectante de salida. Los colores se fueron perdiendo entre los más oscuros, las cinchas fueron más holgadas, los zapatos arrastraban polvo todo el año.
Cualquiera de todas las personas que la veían llegar cada día a la dependencia judicial podría haber supuesto que algo no estaba yendo bien, sin embargo, la propia tarea y la necesidad de gracia para ser el nombre de cualquier futuro ascenso no permitía demasiada asistencia mutua ni actitud de cuerpo.
Al margen de ese permanente estadio de competencia silenciosa, estaba claro que no inmiscuirse en asuntos ajenos evitaba que la lluvia les cayera encima. Nada más lamentable que lograr la atención negativa de la magistratura y pasar a ser el expiatorio… para qué sin ya había quien lo llevaba de maravillas.
En resumidas cuentas era evidente que ya no existía un tiempo de anticipación para encarar la jornada, no había motivación, simplemente transcurría y la compañía recetada esperaba ver como lentamente se acababa la cena al final del día, se recogían los platos, se los lavaba, se agarraba un vaso y con el último trago se iban juntas a dormir.
Ojalá sólo hubiera sido la vestida. Nadie parecía haber descubierto ese permanente estado de angustia que ella tenía detenido en las retinas, ni el escaseo de aire que parecía ahogarla al entrar cada mañana por la puerta. Tampoco parecían percibir cómo aceleraba el paso hasta el escritorio, se desabrigaba sigilosamente y no se movía más.
Llegar temprano fue una salida acertada entre la etapa de las ropas elegidas y estas que hoy la llevaban puesta, sin embargo, desde que pasaba sus noches acompañada, cada vez le era más difícil llegar primero y evitar el escarnio de miradas hasta el paso final de arribo a su puesto de trabajo.
Ahora era diferente, llegaba entre los más retrasados del montón y entonces la frase a modo de barrera de ingreso decía una vez más: “Buenos días Marcela, espero que hoy haya venido con todas las luces porque hay muchísimo que hacer”. Sin poder esbozar ni media sonrisa, asentía con la cabeza y una vez sentada en su escritorio se disponía a comenzar.
Ya le habían dicho tantas veces como era el formato de las resoluciones que podría hacerlo de memoria sin mirar la pantalla de la computadora, tenía un buen promedio de despacho, excelente ortografía, redacción clara y un exacto sentido de la prioridad. Y entonces, “¡Marcela!” Se escuchó desde el fondo a la puerta de ingreso, “¿podes venir a mi oficina?”. Otra vez el aire se negaba a fluir correctamente para que ella pudiera concentrarse, como pudo tomó su cuaderno y a pesar de su demora interna de conexión orgánica, llegó a la oficina de su jefa. “No sé qué hacer con vos, mira que me cansé de explicártelo una y mil veces, creo me lo haces a propósito, no se si no lo entendés o no querés entenderlo, con todo lo que tengo para hacer encima tengo que estar viendo que no te equivoques, no sé si sos o te haces, la verdad no sé cómo tenés esa categoría. Ahí te marqué todos los errores, anda hazlo de vuelta y tráelo… y procura no hacerme perder más tiempo”.
El recorrido de ida y vuelta entra la silla propia y la oficina de ella ocurría tres de los cinco días de la semana, por más esfuerzo puesto en la tarea, algo le pasaba en el cuerpo que no podía detectar el error a tiempo, se volvía imperceptible a sus ojos y evidente ante los ojos de los demás. Sabía lo que hacía, y posiblemente supiera más que sus colegas, sin embargo la sensación que le recorría el cuerpo no le permitía discernir nada.
Y entonces otra vez esperaba la hora de salida, la retención de lágrimas explotaban al pisar la calle, corría al coche y extenuada se desparramaba sobre el volante que ya la había sostenido infinidad de ocasiones, lloraba lo necesario para poder conducir con lucidez. Pasaba las calles sin noción alguna en un camino sabido, estacionaba frente al portón, buscaba sus llaves y con el aire que empezaba a retirarse nuevamente, alcanzaba el picaporte y cerraba tras ella la puerta con cierto alivio.
Hacía tiempo había dejado de concurrir a sus clases de esparcimiento y a ver a sus amigas, ¿Qué tendría para contarles? Sentía que las horas entre jornada y jornada cada vez eran más cortas, llegaba demasiado rápido la noche, la compañía, el sueño profundo y otra vez la mañana con ese despertar que le costaba más y más, era un peso imperceptible y una mano oprimiéndole el pecho con cada amanecer. La ducha inicial disimulaba las lágrimas tempranas, y su profesionalidad no le dejaba, a pesar de la condición, faltar a su puesto.
Era media mañana y no había entrega que pudiera suscitar ningún llamamiento, sin embargo vio a través del vidrio como esta vez la jefa se encaminaba enfurecida y desencajada, “¿qué miras? ¡Siempre con esa cara, das pena! ¿Sabes qué? Hoy no trabajes, trata de ahorrarme un dolor de cabeza, deja todo así como está que otro lo hará”.
Los minutos fueron muy breves, no había motivación para lo que estaba sucediendo, respiró y le dijo que haría su trabajo, que lo haría bien y que ella podía hacerlo. Fue como si le hubieran quemado las manos con fuego. “¡Te vas!” Gritó ella sin pudor. “Ándate a la cocina y quédate ahí sentada un buen rato a ver si entras en razón, si te digo que no hagas el trabajo no lo haces, ¿Quién sos para cuestionarme?. ¡levántate y vete a la cocina!” Agarró el celular, la cartera y repleta de vergüenza se fue a la cocina.
Tomándose la cabeza con las manos se acurrucó sobre la mesa y empezó a repasar una a otra todas las acciones de esa mañana, todas las palabras, los gestos. No había razón o tal vez ella ya no podía saber si la había, después de todo ¿por qué se pondría así su jefa si ella no hubiera hecho nada? Confusión.
Miró fijo el reloj de la pared las dos horas y media que faltaban para la salida, nadie fue a la cocina por un café, menos aún por una pregunta para saber cómo estaba. Fue una de las mañanas más silenciosas, los teclados eran los únicos que se atrevían a vibrar. A la hora señalada, cada quien tomó su abrigo y se marcharon. Marcela con los ojos trizados de impotencia y desconcierto volvió a su casa.
Esa noche no hubo cena, esperó como lo hizo por la mañana, que las horas se diluyeran sin sentido y justo después de tomar su compañía nocturna, sonó su celular. “Hola Marcela, soy Fabiana, ¿estás bien?”, muda, sin poder emitir palabra, su rostro se bañó de lágrimas, el aire no la abandonó como lo hacía siempre, le permitió llorar con una angustia profunda. Al otro lado del teléfono Fabiana le pidió que no cierre con llave, que se acueste, que ella iba para allá.
Marcela aceptó con un “bueno” apenas perceptible y colgó. Sacó las llaves de la puerta, se vistió de descanso, y se recostó en su cama, pronto el efecto haría lo suyo una vez más. No supo cuándo llegó, ni que hizo mientras dormía. Al despertar ella estaba sentada en una silla que trajo del comedor y la miraba al tiempo que le acercaba el desayuno. Fabiana era de las compañeras más antiguas en la oficina, unos dos años más que Marcela, pero por algún motivo la jefa no se metía con ella.
Se acercó, le agarró la mano y le dijo, no sos la primera que ella maltrata, pero tienes que ser la última, hoy la vamos a denunciar.
Marcela no siguió trabajando ahí, le dieron un pase a otro sector, recuperó su alegría, dejó las pastillas y está comenzando a recuperar su círculo social. Fabiana se quedó en la oficina donde pusieron a otra persona a cargo. La jefa sigue ahí, la superioridad no avanza con ella, está en sosiego tal vez por un tiempo más.
Marcela ahora sabe que cuando no se aborda la violencia laboral, te destruye. Fabiana también lo sabe, sin embargo y paradójicamente, el sistema judicial a pesar de ellas y de tantas víctimas, aún se resiste a hacerse cargo.
Mc Namara Romina Río Gallegos – Santa Cruz – Trabajadora Poder Judicial
Relato del 12° Concurso Sin Presiones Expresión Escrita de lxs Trabajadorxs
Organizado por el ISLyMA – Córdoba setiembre de 2021
EL JURADO EXPRESÓ: El escenario es la dependencia judicial donde la competencia silenciosa y feroz protege el abuso laboral. Marcela soporta la violencia sistemática que ejerce su jefa sobre ella. El relato es una denuncia implacable contra la indiferencia del poder judicial. Pero, también, rescata la solidaridad y la salida provisoria para un problema que excede cualquier impulso e iniciativa individuales.