“Entre quiénes cuidamos y quiénes reciben cuidados”
Como cada mañana la escandalosa alarma de mi despertador gritó a las 7.00 AM avisándome que debía ir a trabajar; mi cuerpo aún no se había recuperado del día anterior, pues aunque no se lo crea, entregarse diariamente a las tareas ligadas a la asistencia y los cuidados de personas con discapacidad intelectual en una Fundación cansa muchísimo. Por lo que resignando mis cervicales molestias salté de la cama, me vestí, tomé unos fugaces mates y marché hacia la parada de ómnibus para surfear en un colectivo repleto de pasajeros el vigoroso oleaje de tránsito de la capital cordobesa.
Tras descender del transporte público corrí con prisa, honestamente, mis piernas palpitaban cómo las de una liebre escapando de algún depredador, sólo que aquí huía de una depredación organizacional del tiempo que sanciona hasta la más minúscula impuntualidad. De ahí que entre huidizos saludos con quienes bajaban de sus transportes especiales maniobré mi cuerpo para llegar lo antes posible al sector en donde yacía el libro de asistencia laboral, tras aguardar mi turno junto al gentío laburante tomé la sudada birome negra que había allí y firmé.
El paisaje de la Fundación parecía ser el usual: personas con discapacidad intelectual conversando, gabinetistas en reunión y transportistas marchándose. Repentinamente, Gonza se me acercó con rostro pálido susurrándome al oído: “Jade me hice pis”, ante su vergüenza disimuladamente le pregunté: “¿qué te pasó?”, él enmudeció por unos segundos y ocultando su empapado yoguin con su buzo sobre la cintura me reveló: “le dije al transportista que me meaba pero no paró”. Espontáneamente, la amargura me interpeló: “¿acaso Gonza debería usar pañales?”, aunque luego pensé: “¡eso no fue una incontinencia, sino que un atropello!, el cual no sólo vulnera a la persona con discapacidad sino que a quiénes realizamos tareas de cuidado”. Pues diariamente asistimos injusticias como esa, nos indignamos, acompañamos afectivamente, ayudamos a bañar y a cambiar de ropa, incluso, en condiciones edilicias no óptimas o sin disponer de elementos tan básicos como un toallón y una ducha.
Al mediodía, Gonza aún se hallaba perturbado por lo sucedido, quizás, por este motivo me pidió que almuerce con él y dos de sus compañeros en el comedor del establecimiento. Es así que agarré el taper con tarta de acelga que había llevado para comer ese día y me senté con ellos en una de las superpobladas mesas del lugar, la cuál no sólo estaba atiborrada de personas almorzando sino que de ruidos: las numerosas voces y frotes de los cubiertos contra el acero de los recipientes de comida se potenciaban mediante aquel alto techo de chapa tipo galpón cerealero; la reverberación producida por los rebotes de las ondas sonoras sobre paredes, piso, techado y demás objetos aturdían provocando que las conversaciones trasmutaran en un concierto de gritos, pues la contaminación acústica (cómo refieren las charlas de prevención de riesgos laborales para enseñar el daño psicofísico -especialmente fonoaudiológico y de estrés- que provoca estar expuesto al ruido) exigía subir la voz causando mayores decibeles, problemas para oír y dolor de cabeza.
Para ponerle fin a este ensordecedor escenario, Cacho, un compañero de Gonza, sugirió ir a comer a una de las salas de la Fundación, lo cual fue aceptado unánimemente a excepción de Gabi, quien recordó que no está permitido almorzar allí, no obstante, Gonza cómplicemente le retrucó: “no importa, estamos con Jade”. Yo me sentía en aprietos, por un lado, coincidía con Cacho y Gonza puesto que diariamente experimentaba la abominable migraña engendrada por el comedor, mientras que por otro lado, estaba al tanto de aquello comentado por Gabi, sin embargo, mis estropeados tímpanos me llevaron a responder: “tenés razón Cacho, vamos a otra parte”; así, nos dirigimos a una sala para nutrirnos en comodidad.
Al llegar a ella nuestra presencia le dio otra disposición: alineamos las sillas a la mesa habitándola con recipientes y cubiertos, luego, Gabi se aproximó a una computadora para poner el Chavo del 8. Pronto, las carcajadas que provocaba Don Ramón caminando sonámbulo mientras extraviaba los platos de Doña Florinda se hicieron sentir; “nunca nos reímos tanto en un almuerzo”, expresó Gonza mientras yo notaba que el húmedo malestar vivido en su transporte especial desaparecía como un plato más de la vecindad del Chavo. Sin dudas, nuestra peregrina decisión nos había alegrado, pues en vez de estar fagocitando entre el hacinamiento y las atronadoras reverberancias que evocaban la imagen de un siniestro internado estábamos en una sala disfrutando de los sabores, de nuestras compañías y del humor de Roberto Gómez Bolaños.
Pasados no más de 15 minutos, dicha atmósfera de júbilo pereció pues la puerta de la sala fue bruscamente abierta, aunque no por los espíritus chocarreros sugeridos por la Bruja del 71 al explicar la misteriosa desaparición de platos, sino que por un miembro de la patronal quién con su puño sólidamente amarrado al picaporte moduló unos vertiginosos movimientos labiales que se sintieron como el tarascón de un perro: “¡saben que no se puede comer acá!, vayan al comedor”. Inmediatamente, una sobredosis de nervios se apoderó de mí provocando que mi corazón bombeara sangre de modo más rápido, empero, intenté amortiguar el mal momento justificando porqué yacíamos allí, apuntando a que estábamos aturdidos por el ruido del comedor y que Gonza había tenido un problema por lo que precisaba un lugar más tranquilo para almorzar; aunque fue en vano pues éste señor posó sus sulfurados ojos sobre mí señalándome: “¿ahora la reglas las pones vos? nadie te paga por pensar”.
Ante este incómodo desenlace las desorbitadas siluetas de Gonza, Gabi y Cacho iniciaron el éxodo hacia el comedor, entretanto, mis tripas chillaban mientras oía un ultimátum: “si no te gustan como son las cosas la puerta está ahí”. Así, alcé mi taper con la mitad de la tarta sin consumir, y si bien, no había injerido nada desde las 7 AM ya no sentía apetito. Quizás, había resuelto cerrar mi boca hasta para comer, pues temiendo que dicho señor se enfurezca más y súbitamente me despidiera valiéndose de mi informal condición laboral, me autoexigí clausurarla plegando mi lengua sobre la resecada pared superior de mi paladar; aunque por adentro rumiaba: “promocionan fines terapéuticos y sin fines de lucro, aunque te atropellan como se les canta”.
Es decir, en nombre del escaso presupuesto y la vocación en discapacidad o la locura cómo suelen decir, la patronal fundamenta sus precariedades: generalmente se trabaja en negro, sin representación gremial, sin obra social, vacaciones ni aguinaldo. Asimismo, las fotos con celebridades, placas de honor y el dictado de cursos ligados a ésta labor parecen ser propiedad privada de sus autoridades; lo que contrasta al mirar adentro del establecimiento, pues sus peones (orientadores, auxiliares, acompañantes terapéuticos, etc.) son quienes motorizan y se hacen cargo del cotidiano, predominantemente mujeres. Evidenciándose cómo la división sexual del trabajo sitúa labores infravaloradas, a la vez que sus empleadores, generalmente varones redimidos de las tares asistenciales y de cuidados, se sobreestiman trabajando en mejores condiciones y cobrando mucho más.
Concluyentemente, esta historia entre quiénes cuidamos y quiénes reciben cuidados revela cómo la precariedad afecta a ambos. Así, advirtiendo la propia vulnerabilidad indago: “¿y si entre todas las personas nos ayudamos sin importar que rango ocupamos?”. Es decir, así como un bebé requiere asistencias adultas para alimentarse o las personas con discapacidad intelectual -como Gonza- precisan apoyos para bañarse luego de no ser escuchados, quienes trabajamos cuidando también precisamos una mano: patronales asumiendo responsabilidades edilicias, contratos en blanco, etcétera, como así también, coberturas no sólo a favor de los empresarios de la industria de la rehabilitación, sino que de sus peones, quienes día a día cumplimos tareas de cuidados humanos sin beneficiarnos de nuestros propios cuidados.
Matias Bonavitta Acompañante Terapéutico – Tareas de cuidados de personas con discapacidad. Ciudad de Córdoba
El Jurado expresó:
“Historia de la cotidianeidad del trabajo con las personas con discapacidad (en este caso en una ONG), los qué y cómo hacer y ser en un mundo/ institución hostil al que poco le interesa las personas con discapacidad, desde una mirada social y política de la misma.”
9º Concurso SIN PRESIONES (“Expresión escrita la salud de los trabajadores/as)
Córdoba, 27 de julio de 2018