“Reconvertidos”
Esa mañana Manuel se despertó más temprano que de costumbre, quería llegar antes a la fábrica. Las palabras que le dijo su patrón lo habían atormentaron durante todo el franco.
Amanda y su hijita Mía, todavía dormían en la cama que compartían los tres, él se detuvo un instante a mirarlas y las encontró preciosas. Todo el egoísmo del mundo, el maltrato laboral y la persecución se podían tolerar porque ellas estaban bien. Manuel hubiera querido volver a su rincón en la cama y estirar ese momento hasta el infinito, pero tenía que trabajar.
Tenía que llegar temprano porque su jefe le dijo que quería hablar con él. Esos no eran días fáciles en la papelera, ya habían despedido a los delegados de la comisión interna, que pedían el refrigerio y la ropa de trabajo, él había estado hablando con uno de ellos y le parecía justo el reclamo, incluso participó de alguna asamblea y eso lo tenía aterrado.
Puso en marcha la moto y arrancó, iba manejando sin prestar atención al camino, solo se preguntaba, por qué su jefe no quiso hablar con él en aquel momento. Ese día cuando se cruzó con el gerente al final de la jornada laboral, el patrón le dijo que tenía que hablar con él; Manuel le respondió que mejor hablaban ahora, pero el jefe insistió que no era urgente, que “lo hablaban después, cuando se reintegre del franco”.
“Entonces, si no era urgente, no puede ser un despido” imaginaba Manuel, sin que eso lo tranquilizara.
El jefe no llegó temprano y Manuel tuvo que esperar para iniciar su turno. “Entonces por qué me dijo que hablábamos a primera hora” se preguntó y pensó: “ese hombre es un irresponsable”.
Eran las diez de la mañana cuando Augusto Pinilla, gerente de recursos humanos de la papelera Sur, llegaba a su lugar de trabajo. Desde lejos divisó a los manifestantes que protestaban en los portones de la fábrica. Sabía que los dos ingresos al lugar estaban colmados de personas, pero él ya se había puesto de acuerdo con un portero de apellido Carnero, que le iba abrir enseguida, sin darle tiempo a la muchedumbre para realizar el escrache. Le dijo al chofer que apurara el paso y encararon el portón que se abrió de repente. Desde adentro de la camioneta se podían oír los insultos y abucheos: organizaciones sociales, políticas y desocupados que habían venido con su familia entera, entre esos últimos, Augusto pudo reconocer a un integrante de la comisión interna que había despedido hace pocos días, lo miró a los ojos, y sintió que su mirada era intolerable. El gerente tuvo que agachar la cabeza porque sentía que se quemaba, mareado volvió el rostro perdido hacia otra parte, para no encontrarse de nuevo con él, y del otro lado vio que agitaban pancartas a las que no prestó demasiada atención, mientras conseguía entrar a la fábrica.
Augusto se endureció, se acomodó el traje de gerente y llamó al tercer turno, donde trabajaba Manuel. Recién en la oficina se dieron cuenta que los habían convocado a los cuatro que integran el turno. Antes, ninguno había comentado nada, porque desde que empezaron los despidos nadie hablaba temas laborales, porque se comentaba que había espías y preferían callar por temor, antes que ser buchoneados.
Mientras esperaban al gerente, Manuel pensó que el hecho de haber convocado al turno completo lo eximía de la posibilidad de que se tratara de un despido. “Debe ser un asunto laboral” se repetía, pero no dijo nada sobre eso, prefirió hacer un comentario trivial sobre el clima, pero los ojos de sus compañeros se habían convertidos en espejos que revelaban su propia ansiedad y miedo.
El gerente llegó de repente, sobreactuando para mostrase exageradamente apurado, les dijo que se rescindía su contrato y que se les iba a liquidar los haberes y la indemnización la semana próxima. En un curso de management donde había participado recientemente, Augusto había aprendido que la mala noticia es lo primero que se debe decir y, solo si es necesario, suavizar con unas pocas mentiras, e irse rápido.
Los operarios enseguida pidieron una explicación, uno de ellos lo miró a Manuel y dijo: “¡pero si yo nunca anduve con el gremio!”. Manuel entendió que de alguna manera lo culpaban a él de la mala suerte del grupo.
Augusto con seguridad y simpatía fingida, les dijo: “muchachos, ustedes son jóvenes, y si son inteligentes, van a poder ver esto como una oportunidad” y siguió “yo les voy a contar una historia y espero que me escuchen”.
Mientras seguía hablando el gerente, Manuel hacia números que no le cerraban en la cabeza, al mismo tiempo que no podía creer que esto le esté pasando a él. “Tiene que ser una mala broma de muy mal gusto” se decía, mientras iba cayendo cada vez más, dentro de sí mismo.
El gerente le relató la historia de un supuesto maestro oriental que paseaba con su discípulo por un bosque:
Esos dos nómades –comenzó el relato- encontraron cobijo en una cabaña humilde que estaba al costado del camino. Allí los recibió una familia humilde, que les confiesan que solo poseen una vaca que da leche y con eso consiguen la mercadería que necesitan para vivir.
El gerente les contó que aquel sabio agradeció la información, se despidió y se fue. A mitad de camino –continuó contando- el sabio se volvió hacia su discípulo y le ordenó: “Busca la vaca, llévala al precipicio que hay allá enfrente y empújala por el barranco.”
El joven, espantado, miró al maestro y le respondió que la vaca era el único medio de subsistencia de aquella familia. El maestro permaneció en silencio y el discípulo cabizbajo fue a cumplir la orden.
Empujó la vaca por el precipicio y la vio morir.
Augusto siguió hablando: Años más tarde, el joven agobiado por la culpa decidió volver a aquella cabaña para saber qué suerte había corrido esa pobre familia.
Pero grande fue la sorpresa del discípulo cuando descubrió que esa humilde familia que solo tenían aquella vaca, habían progresado y aquella pequeña cabaña se había convertido en una prospera estancia.
El padre de aquel hogar le confesó al joven discípulo que ese cambio, solo pudo ser posible gracias a la perdida de aquella vaca. Le explico que antes ellos se dejaban arrastrar por una rutina y que sin quererlo, fueron acostumbrándose a esa vida mediocre. “Tuvo que faltarnos la vaca –dijo- para que cada uno de nosotros tuviera la necesidad de desarrollar sus capacidades y salir adelante”.
“Y así termino esa historia de la que se puede aprender mucho” cerro Augusto.
Manuel, no parecía estar escuchando nada del cuento del gerente, solo consiguió balbucear unas palabras en relación al pago de la indemnización, pero Agusto lo interrumpió diciendo: “muchachos, ustedes saben cómo es esto, esto es una empresa, no es una cuestión personal contra ustedes, acá los números tienen que cerrar”.
Un compañero preguntó: “¿Entonces la vaca es la fabrica?” y otro contestó irónico: “¿Y el sabio sos vos?” dijo mientras lo miraba a los ojos a Agusto, entonces el tercer compañero, señalo: “nunca explican cómo hace esa gente para convertirse de pobres a estancieros” y continuó “estos son cuentos chinos para conformar a los idiotas, yo no me compro estos espejitos de colores”.
Augusto redobló la apuesta tratando de incentivarlos: “ahora ustedes tienen que reconvertirse. Con todo lo que aprendieron acá pueden hacer cualquier cosa; pueden hacer como esos pibes que les está yendo tan bien con la cerveza artesanal, pónganse un negocio los cuatro, ustedes pueden ser autónomos, pueden convertirse en empresarios”, antes que alguien terminara de digerir lo dicho, improvisó una escusa y se fue.
Mientras se marchaba, Manuel se recriminó no haberle asestado un buen golpe en la cara para que se callara de una vez: “por lo menos así, hubiera tenido un motivo para despedirme” pensaba mientras lo atormentaba tener que volver a casa con esta terrible noticia.
Ese último día, Manuel cumplió su horario normal. Cuando se hizo la hora de volver, supo que pronto tendría que mirar a la cara a su mujer y su hija. Ya la escuchaba a Amanda preguntándole por el alquiler y las deudas. Encendió la moto y pensó en esos ex compañeros que se agolpaban en el portón todas las mañanas: “ahora soy uno de ellos” pensó y le dio cierta vergüenza, porque todos estos días los había tratado de ignorar, pasaba donde estaban ellos reclamando y agachaba la cabeza, sin saludarlos: “¿Con qué cara voy a venir ahora a tocar el bombo?” se preguntaba mientras hacía el camino de vuelta a su hogar.
No dijo nada cuando entró a la casa. Amanda había preparado la comida. Mientras almorzaban miraban la televisión. Un funcionario del gobierno explicaba lo bien que estábamos, que la gente confía en esta gestión, principalmente por su combate implacable contra el narcotráfico y la corrupción, después terminó hablando de los sacrificios que había que hacer para superar la pesada herencia del gobierno anterior.
Manuel se preguntaba si estos señores, tan seguros de sí mismos, habían tenido alguna vez un fracaso laboral: “Quizá si yo hubiera sido como ese Marcos Peña Braun, como Jorge Triaca, o el mismo Mauricio Macri, entonces también me hubiera apenado mucho por el traspié, pero enseguida podría haber recurrido a mi papá para que me ayude a remontar la adversidad” seguía pensando: “Entonces llamaría a mis amigos y nos pondríamos una cervecería con la plata de mi viejo, total después le devuelvo, cuando llegue la indemnización” se decía, tratando de conseguir algún consuelo. “Pero yo soy Manuel Jara, hijo de Iván Jara y la única herencia que me dejó mi padre, fue una vida modesta, pero digna de trabajo, ahora me despojaron incluso de eso” meditaba, mientras sentía que caía en una depresión interminable.
Amanda lo vio disperso y se dio cuenta que algo andaba mal. Manuel le contó del despido, ella quedó petrificada, él trataba de calmarla hablando de la indemnización y otra excusa que ni él se creía. Amanda, sin quererlo, preguntó por el pago del alquiler.
Enseguida dieron de baja el cable, y decidieron que con la última liquidación dl sueldo iban a pagar el alquiler. Mientras tanto, con lo que ganaba Amanda cuidando un bebe, sobrevivirían hasta que se concrete lo de la indemnización y Manuel consiga trabajo.
Las primeras semanas pasaron rápido, Manuel no conseguía trabajo, el parque industrial de la ciudad parecía una zona de desastre: los empresarios en fuga abandonaban las fábricas en una alocada carrera por poner la plata en el sistema financiero, mientras los trabajadores absortos quedaban en la calle, dando pelea por la fuente laboral: los madereros cortaban la ruta, los textiles tomaban la fábrica, y los petroleros entre despidos y suspensiones, se preparaban para aprobar la flexibilización de su convención colectiva. Mientras tanto, en el centro de la ciudad, la cosa no andaba mejor, los estatales protagonizaban una escena dantesca, moliéndose a piedrazos, entre balas de goma y gases lacrimógenos de los grupos especiales de la policía provincial.
Manuel ya había cobrado la última liquidación del sueldo, pero todavía no se sabía nada de la indemnización. Cuando fue a la fabrica, lo hicieron hablar con una secretaria que le dijo que no se impaciente, que lo tomará como un “ahorro”. Manuel seguía recorriendo la ciudad sin conseguir que lo tomaran en ninguna parte. Se culpaba por no haber terminado la escuela técnica: “Así sería más fácil” se recriminaba, mientras recordaba las palabras del funcionario de la tele. Sentía como si en alguna parte, no muy lejos de allí, se llevaba adelante una fiesta, en la tele se podían escuchar las risas y mirar las luces que provenían de aquella gran celebración, pero él y su familia no podían entrar, porque no daban la talla, y eso lo avergonzaba.
Semanas más tarde, habían resuelto en familia, deshacerse de las cosas que no les servían. En su búsqueda diaria, había charlado con un amigo que conocía a alguien que se dedicaba a comprar y vender artículos electrónicos usados.
Una mañana el amigo de Manuel fue a visitarlos en auto y aprovecharon para cargar un televisor un equipo de audio y el celular de Amanda (por una cuestión laboral habían decidido quedarse solo con el de Manuel por si llamaban de alguna empresa).
Se encontraron con el vendedor en el centro. Hablando con esta persona les contó que también vendía artículos electrónicos, Manuel enseguida le dijo que “por ahora” era imposible que le compre algo, pero le preguntó cómo conseguía la mercadería. El vendedor le dijo que compraba estos artículos y después los revendía, dijo: “A la gente le sirve porque consigue un buen precio y a mí también, así que no hay mas nada que andar preguntando” sentenció y Manuel se dio cuenta que estaba en presencia de un comercio clandestino. El comerciante le pagó la mercadería y le dijo: “No te pierdas, porque voy a necesitar más cosas”. Manuel lo saludo amablemente, pero lo miró con desconfianza, notó en sus palabras una especie de bienvenida a un mundo marginal del que él no quería formar parte. “Veremos, no creo que nos quede nada que vender” respondió Manuel y se fue con su amigo.
Un mañana de tantas interminables recorriendo la ciudad, contando monedas para recargar la tarjeta del colectivo, sonó el teléfono, Manuel atendió ilusionado porque era un número desconocido y podía ser de una empresa, pero era Amanda que lo llamaba desesperada. Le contó que la pequeña Mía tenía mucha fiebre y no paraba de toser, la había llevado al hospital pero el área de pediatría se encontraba cerrada todos los médicos habían renunciado debido a los bajos sueldos del estado y no la podían atender en Centenario, así que se tenían que ir a Neuquén. Manuel, que ya estaba en la ciudad, le dijo que se viniera urgente en un taxi, que él la iba a estar esperando en la puerta del hospital. Amanda le preguntó de dónde iban a sacar dinero, pero él le contestó que no se preocupara por eso, y que viniera rápido. Justo cuando Amanda cortó, Manuel trato de comunicarse con su amigo pero ya no tenía crédito, revisó la billetera y estaba vacía. Recordó que había quedado antes, en pasar por la casa de su madre que le prestaría unos pesos para tirar estos días.
La angustia le oprimía el pecho, sentía que se iba a ahogar. “El taxista va a tener que entender lo que pasa, le guste o no” se repetía mientras trataba de recobrar fuerzas para llegar al hospital. En el camino observo que estaba pasando por una escuela privada, mientras caminaba pudo recordar que alguna vez trajo al hijo de un patrón hasta ahí. Entonces vio una parejita de estudiantes que se encontraban alejados de la escuela, se iban riendo mostrándose fotos de los celulares. Sin pensarlo Manuel redobló el paso, acercándose hasta donde estaban los chicos, se puso unos anteojos negros que traía para protegerse del sol, y cuando quiso acordar los estaba asaltando, exigiéndoles que le den la plata y los celulares, los chicos no entendían qué pasaba, la chica se asustó y empezó a gritar, Manuel se metió la mano al bolsillo como si tuviera un arma o un cuchillo. Fue en ese momento, cuando apareció otro joven, que le gritó furioso a Manuel: “¡Dejalos tranquilos, chorro hijo de puta!”. Era otro alumno de la escuela que se dio cuenta lo que pasaba y salto a socorrer a las víctimas. Manuel miro a los ojos, y algo reconoció en su rostro que lo llenó de odio, y empezó a golpearlo como nunca le había pegado a nadie, era como si toda su impotencia, su odio y frustración lo estuviera descargando sobre la cara de ese chico. El joven salió volando de una piña, con la mala suerte de caer en el borde del cordón de la vereda. Mientras se desangraba, Manuel se quedó petrificado mirando el lago morado que se hacía alrededor de su cabeza el chico había quedado con los ojos abiertos, y parecía que también lo miraba fijo tirado desde el suelo.
Un policía que venía corriendo, lo vio ahí parado a Manuel y le disparó tres tiros por la espalda. Manuel sintió que se moría, y tuvo pena por su hijita: “vivir con el bochorno de un padre chorro” se recriminó y pensó: “yo me tendría que haber quedado con mis compañeros, levantando las banderas, cortando rutas y tirando piedras, entonces hubiera muerto de pié y no de espaldas”, continuó agonizando: “yo bien podría haber sido un luchador social, esa fue la oportunidad de mi vida, la única oportunidad que nunca me animé a reconocer” y agrego “pelear por una sociedad más justa y, con suerte, trabajar en una fabrica recuperada. Llegado el día, poder decirle a mi hija que esa fabrica la defendió papá con el cuerpo”. Manuel, se imaginó la sonrisa de su hija, contenta escuchando esta valiente historia y en esa imagen encontró consuelo, luego se dejó caer en el espacio que le dejaban Amanda y Mía al bordecito de la cama, y murió en paz.
Esa tarde Augusto Pinilla, Gerente de Recursos Humanos de la Papelera Sur, estaba en la clínica destrozado: recién le informaban que su hijo había sido asesinado a golpes por un malviviente. Mientras la familia Pinilla lloraba desconsolada, Augusto pudo ver en el televisor del nosocomio, la imagen del presidente dándole la mano a un policía, enseguida se dio cuenta que era el incidente de su hijo y que el delincuente era Manuel, ese muchacho silencioso, miembro del tercer turno que él había tenido que despedir hace un par de meses atrás.
En silencio Manuel se preguntaba: “¿Qué hiciste pibe?” y recordó una frase: “Cuando se muere tu esposa, te dicen viudo. Cuando se mueren tus padres, te dicen huérfano. Cuando se muere tu hijo, no tiene nombre” entonces gritó: “¿En qué me convertiste Manuel?”. Esa pregunta le retumbaba en la soledad de su conciencia. En ese dolor estaba, cuando inexplicablemente empezó a recordar a esos manifestantes que se agolpaban a la puerta de la fábrica, no podía entender porqué se acordaba de eso justo en este momento, si lo que hacía esa gente a él siempre le había parecido un circo vulgar, sin ninguna importancia, una falaz pantomima orquestada por vagos y oportunistas que creían que a fuerza de extorsión, había que mantenerle los vicios. Augusto, volvió a recordar a su hijo y no encontró consuelo. En ese transe estaba, cuando recordó una de aquellas pancartas y de a poco consiguió leer lo que decía: El neoliberalismo MATA.
Pablo Azúa Francesco (EPAS: Ente Pcial. de Agua y Saneamiento de la Provincia de Neuquén)
El Jurado expresó:
“Descarnado relato de cómo impacta la desocupación y la flexibilización laboral en estos tiempos “posmodernos”: cómo y qué hacemos como trabajadores con esas violencias que se nos instalan, atraviesan y calan profundamente en nuestros cuerpos, irradiándose en todo nuestro ser y nuestro entorno”
9º Concurso SIN PRESIONES (“Expresión escrita la salud de los trabajadores/as)
Córdoba, 27 de julio de 2018