“El Grito”
Un choro me tiene agarrada como una tenaza del brazo izquierdo, y otro me
tira con fuerza de la cartera que tengo colgada del hombro derecho… yo no se la
doy y al mismo tiempo empiezo a gritar algo asì como:
“¡¡¡Nononononononononooooooo!!! ¡¡¡AAyy AAAAAaaaaaayyyyyy!!!…
Son las dos y media de la tarde, nudo vial del hombre urbano, tránsito
enloquecido propio de la hora y gente caminando… no puedo creer que esté
pasando, pero sí.
Grito y pataleo desaforadamente. Los hombres saltan el cerco conmigo
también, llevada en andas por ellos. Y allá vamos, juntitos los tres. El barranco tiene
una pendiente casi imposible de empinada hasta el río. Estamos bajando y
trastabillando, ninguno de los dos me suelta y lo agradezco internamente porque es
lo que único que me está impidiendo rodar de cabeza, “nos” está impidiendo rodar
de cabeza.
Me sorprende mi astucia para gritar, no es un grito pelado interminable, sino
alaridos cortos: “¡¡¡Aaaaaaaah!!!… ¡¡¡Aaaaaaaah!!!… ¡¡¡Aaaaaaaah!!!”… que me
permiten respirar entre medio y no perder el aliento.
Sigo gritando, y no solo porque tengo miedo de quebrarme una pierna.
También porque estoy cansada. Cansada de trabajar tanto y que mi sueldo sea una
mierda, y que estos boludos se crean que me van a sacar algo, porque estamos a
quince del mes y ya no tengo un peso. En el bolso solo quedan unas monedas para
criollos, mi uniforme de enfermera, las llaves de mi casa y un celular choto… es
ridículo y estoy furiosa… “¡¡¡UAAAAAAAAAAAaaahhhhh!!!”
Uno de ellos, el de la derecha, me dice con inesperada tranquilidad, casi con
dulzura: “Soltá la cartera… soltà la cartera, mamá”.
Al fin, ya al pie del barranco me sueltan y salen corriendo, me quedo con la
tira deshilachada en la mano y todavía intento perseguirlos. A los tres pasos me doy
cuenta de que es inútil, ya me llevan una cuadra, entonces me pongo a insultarlos
con todos los peores epítetos imaginables y termino con la remanida cantinela de
los que trabajamos en salud: “¡¡¡Ya van a caer por el Hospitaaaaaal!!!”
Cuando me doy vuelta veo a Noemì a mi lado con las manos en las mejillas y
los ojos desorbitados, parece el famoso cuadro de Munch ahora devenido en emoji:
“No pude hacer nada…Ceci perdoname, Ceci, perdoname… Jamás había visto algo
así”. Obvio que le creo. Hace pocos meses que vino a trabajar a Córdoba desde
San José de la Dormida, donde estoy casi segura que siguen dejando las puertas
sin seguro. Pero, además, es flaquita y frágil, a menos que sea cinturón negro de
varias artes marciales y no me lo haya comentado, no sé qué podrìa haber hecho.
La abrazo y la calmo con la certeza de que acabo de perder a mi compañera
de las vueltas del trabajo caminando. “Si estamos ahí nomás, vos en General Paz,
yo en Juniors y de paso hacemos ejercicio”. La habìa terminado de convencer con el
ùltimo aumento de boleto urbano.
Desde arriba nos llaman y hacen señas. Unos comedidos pararon un
patrullero. Un remisero paró por su cuenta, porque vio gente.
Noemí me ayuda a escalar y cuando alcanzamos el nivel de la ruta tomo aire
y les cuento a los policías lo que pasó. Describo a los choros, eran dos, de
veintitantos, de pulóver uno y campera el otro, creo. Los dos de pelo corto.
Me hacen hablar un rato y después resulta que no pueden hacer nada, igual
tendré que ir al precinto correspondiente a hacer la denuncia. Noemí me presta el
teléfono y llamo a mi casa, mi marido me dice que me tranquilice, que él se encarga
de llamar por las tarjetas… “Y al cerrajero”, le recuerdo yo… “¡Uh! sí, claro”.
El remisero se ofrece a llevarme aunque sabe que no tengo un peso. Eso
también le cuento a mi marido. Cuando llegamos, Andrés nos está esperando en la
puerta y le paga. Yo me meto al baño a ducharme.
La barranca del nudo vial estaba llena de cardillos y amor seco. Tengo
espinados hasta los calzones. La calza de felpa no me importa, está vieja y estirada,
la tiro y listo. Con el buzo me entra la duda, lo compré hace poco y me queda
cómodo. Lo dejo a un costado para ver si después con paciencia y una pinza de
depilar puedo hacer algo.
Cuando me acabo de duchar y ponerme una camiseta blanca y un joguin,
suena el timbre.
Andrés me llama, dice que me busca la policía.
Los agentes me muestran en un celular una foto de dos adolescentes con
cara de susto, uno alto y flaquito, medio colorado, otro más chiquito, y me preguntan
si los reconozco.
Les digo que no, que los míos eran adultos. Pregunto por qué los detuvieron.
Me dicen que pasaban en moto, que les encontraron un dinero que no supieron
cómo justificar.
Pido de nuevo ver la foto. Los canas me alcanzan el celular esperanzados,
quizá logren un arresto y figurar con sus jefes. Yo miro las caras y pienso en sus
madres. En su preocupación cuando no lleguen esta noche. Porque seguro los
demoran 48 horas, ni les importa que sean menores. Y en lo que puedan hacerles
mientras tanto. Les devuelvo el celular y les repito que no, que nunca los había visto
en mi vida, que nada que ver.
Se van, medio resentidos conmigo.
Yo me quedo sentada, revolviendo el té que Andrés me puso enfrente y
pensando en cómo fue que llegamos a este punto, a enfrentarnos así, pobres contra
pobres.
No puedo dejar de pensar en los chicos de la foto. En poco tiempo mis
mellizos tendrán su edad.
Siento como una lasitud en todo el cuerpo y la garganta me arde ahora que
bajó la adrenalina. Mañana me va a doler todo y alguien me va a aconsejar que
llame a la ART. Y lo haré, al fin y al cabo fue a la salida del trabajo.
La próxima vez que me asalten no me resisto. Ya aprendí eso. Y lo otro… ni
hablo con la policía.
Quisiera gritar otra vez pero ya no me quedan fuerzas para eso…Quizàs màs
tarde cuando Andrès y los chicos estèn dormidos me encierre en el baño a llorar un
María Cecilia Ibarra (Enfermera Hospital Público Ciudad de Córdoba)
El jurado expresó: “Grito de bronca, de impotencia, de la violencia instalada en los cuerpos, de las solidaridades humanas de lo deshumanizante. Excelente relato que muestra un sinnúmero de sensaciones que pasan por nuestros cuerpos y cabezas, dando cuenta de lo que somos en esta descarnada sociedad.
Su principal mérito es contar la historia de violencia urbana con tensión y simpleza. La violencia como contexto del sufrimiento que estalla en la última frase. Y la reacción primaria de no rebelarse, de “dejarse llevar” para moderar el sufrimiento. “
9º Concurso Sin Presiones, Ciudad de Córdoba 27 de julio de 2018