Título: La zafra
Era 1952 y apenas había cumplido diecisiete años, tenía el sueño de viajar no sé adónde, pero quería conocer más allá de las vías del tren.
Mi padre me había llamado para hablar algo muy importante; puso sus manos sobre la mesa con los dedos entrecruzados, tenía un rostro adusto y una barba que ocultaba cualquier expresión, y casi entredientes me dijo:
-Hilarión, es hora que busques mujer y que hagas tu propia vida, en esta casa ya hay demasiadas bocas que alimentar.
Era la última orden de mi papá Florentino.
Había comenzado mayo y sin dinero no iba llegar muy lejos, fui a la estación de tren en La Quiaca con un atado de ropa y avio para el camino. Los rumores del pueblo decían que para esa época llegaba el tren para la zafra y se llevaban los paisanos para la cosecha de caña.
El viento frío silbaba en las ramas de las tolas y era tan fuerte que me secaba las lágrimas del rostro, de ahora en adelante ya no volvería hacia atrás solo restaba empezar con el primer paso.
El cansancio me hizo dormir sentado en el suelo, la muchedumbre llegaba como enloquecida, todo el tumulto en la estación me hacía olvidar la partida.
De repente el silbato anunciaba la llegada del tren que venía desde la capital.
-Pasajeros para Jujuy, Salta y Tucumán, pasajeros para Jujuy, Salta y Tucumán.
Repetía una y otra vez.
No sabía si debía pagar ahora, después o si lo pagaban ellos al boleto, tuve que esperar que el tren llegara para ver cómo era la cosa.
Nunca podré olvidar esa tarde de otoño porque estaban por cambiar muchas cosas en mi vida; había gente que esperaban parientes, otros como yo esperando el tren para la zafra pero nadie iba a despedirnos.
Sentía una presión en el pecho, como aguantando el llanto, pero los hombres no lloran me dije pa’ dentro. En el pueblo había una familia que envió a sus hijos y siempre se lamentaban porque de la zafra nunca volvieron.
Del tren bajó un hombre con sombrero y tenía en sus manos un cuaderno donde hacía varias anotaciones, luego de conversar con el maquinista comenzó a gritar en voz alta:
-Para la zafra, para la zafraaaaaaaaa.
La muchedumbre comenzó a dividirse y mientras más separados mejor.
-A ver los que van a la zafra hagan una fila por aquí.
Todavía desconcertado y casi por instinto forme fila y esperé que me hablara a mi turno.
-¿Chango cuantos años tenés?
-diecisiete señor
-Casi dieciocho, bien bien, ¿tenés hijos?
-No señor
-¿Sos argentino?
-Si señor
-Estamos saliendo al ingenio La Esperanza de San Pedro de Jujuy, si no tenés plata no te preocupes porque luego te descontamos de tu paga.
-Bueno señor.
Verdaderamente no tenía idea adonde me estaban llevando, solo las historias de los mayores contadas por años me hacían imaginar mucho trabajo y fiestas después de la cosecha por lo que creía que cortar caña no sería tan grave.
Estábamos en un vagón todos apretados algunos en asientos otros en el piso, el tren comenzaba su marcha y de la misma manera que el tren aceleraba, se aceleraba mi corazón.
Familias enteras yendo a la zafra, matrimonios, y muchos jóvenes que corrían la misma suerte que la mía.
Dormí muy poco por el llanto de los niños y el ruido del tren, fueron casi quince horas de un viaje cansador.
Llegamos a la ciudad de Ledesma por la madrugada, allí nos esperaba un camión donde tuvimos que subir todos apilados. Para ellos parecía normal y a diferencia mía tenía la esperanza que esto en algún momento cambiara para mejor.
El ingenio parece un lindo lugar y quizás realmente era lindo a los ojos de un joven inexperto, pero el sol y el trabajo duro iban a cambiar mi forma de ver las cosas.
El camión lento y medio destartalado sacudía las almas que llevaba arriba de un lado al otro, camino de tierra medio empozado justo para llevar gente. Hubiera preferido ir caminando y no subirme a esa porquería.
Sentía que el primer grito de rebelión salía de mi boca, claro que al chofer no le importaba si solo éramos zafreros.
Bajamos en el ingenio donde estaban las casillas, eran piezas de adobe y chapa; nos pidieron que nos busquemos un lugar que allí es donde íbamos a dormir.
¿Pero acá no hay nada ni si quiera un cuero para acostarse?
Había mucha humedad y de las chapas de zinc se desprendía un calor insoportable, el sol es más fuerte que en la puna.
No todos eran novatos, sabían de la cosecha y tenían sus rituales de arribo a la zafra.
Apenas llegamos prendieron fuego, calentaron agua para el mate y de inmediato sacaron sahumerios para purificar la vivienda y darle de comer a la pachamama.
-Acá no se hace nada sin pedir permiso a la pachamama así ella nos protegerá del pariente.
¿De qué pariente me están hablando si yo no tengo parientes por aquí?
Pronto me iba a enterar de que se trataba eso del pariente. Colgaron una cruz en la puerta, llevaron el humo del sahumerio por toda la casilla y a un costado de la entrada enterraron las ofrendas a la pacha. Todo muy ceremonioso con mucho respeto como decían los viejos.
En el ingenio ya había gente de otros pueblos que llegaron antes que nosotros, eran indios chorotes, wichis, chiriguanos, matacos, tobas, que los traían para trabajar en la zafra; eran conocidos por manejar muy bien el machete y que además no necesitaban vivienda porque ellos mismos construían sus propias chozas. Los capataces debían distinguir y separar muy bien a los grupos porque podrían comenzar una pelea de tribus.
Los indios venían en tribu, siempre y cuando convencieran al cacique sobre el trabajo; lo acompañaban a esta terrible aventura, hombres, chinas, osacos y ancianos. Osacos era la forma en que el capataz llamaba a los indios menores de 13 años y casi nadie hablaba nuestro idioma.
Luego de ubicarnos vino el capataz y nos asignó una tarea a cada uno.
-Ustedes a cortar caña, las mujeres pelan y los niños también.
-pero los niños no trabajan nos dijo el hombre del tren.
-si los dejan solos lloran, mejor que vayan a ayudar y encima se divierten.
Otra vez en mi estómago hervía la hiel, mejor para ellos porque eran más manos trabajando y seguro no recibían nada.
Entregaron las herramientas, machetes afilados y una pila de ropa vieja. En seguida los que ya conocían el trabajo comenzaron a romper las telas y se envolvían las manos porque tanto machetear te sacaban ampollas terribles. Otros cortaban retazos como pañuelos para cubrirse la cabeza y el cuello. También se ataban el bota pie del pantalón para evitar que suban arañas y otros bichos.
Nos paramos frente de la plantación de caña y parecía un monstruo gigante con filas de plantas de más de dos metros que llegaban hasta el horizonte.
Me hice la señal de la cruz y comencé la faena.
-Agarro, corto y tiro, ¿entienden?
Parecía fácil pero en la práctica es muy difícil. Las hojas de caña cortan la piel de la misma forma que el filo de una hoja de papel, el tallo mientras más grueso más difícil de cortar.
Las mujeres venían por atrás pelando los tallos y quitándole la punta.
Los niños levantaban los tallos pelados y los acumulaban a una orilla para que puedan cargarlos a la zorra, una maquina tipo vagoneta que estaba sobre rieles que una vez llena iba directamente a la báscula.
Una niña de catorce años parecía baquiana porque se manejaba muy bien, primero tuve envidia por saber realizar muy bien el trabajo, pero luego me enteré que paso toda su vida cortando caña. Parecía una mujer adulta, su pelo desgreñado y sus manos sucias por la melaza, aun así cuando alguien le hablaba, escondía sus manos debajo de su pollera por vergüenza y trataba de peinarse con el puño cerrado.
Viviana se llamaba, se miraba las manos y mientras me contaba su historia se frotaba insistentemente las palmas. Supongo que quería estar presentable. No lograba imaginar siquiera que era una jovencita preciosa. El mundo que le había tocado no le dejaba tiempo para pensar en otra cosa que no sea trabajo y cuidar de su madre enferma.
El mismo trabajo año tras año, ¿cómo podría recordar en qué momento le comenzaron a doler los brazos por pelar caña durante doce horas, en los cuarenta grados de temperatura a la sombra?
Tantas imágenes desgarradoras no podían ser realidad, y decía en silencio -recién ahora que he venido, puedo saber lo duro que es vivir aquí.
Nunca nos ofrecieron un contrato por escrito, sólo nos hicieron un compromiso de palabra y muy confuso. Me sentí como si fuera ganado.
Viviana nunca lloró ni se quejó, aceptaba valientemente lo que manden. Muy adentro de su corazón quería que el tiempo pase rápido y acabe la zafra.
Había algo que sabía y no podía contarme, además era un absoluto desconocido que recién llegaba. No tardaría mucho en observar que en las primeras noches que se juntaron los zafreros a beber alcohol, Viviana desaparecía instantáneamente porque podría ser una de las tantas mujeres violadas, algo que todo el mundo sabía pero nadie decía nada.
Como explicar la mirada de una niña sin alma, o por lo menos sin esperanzas, donde solo en las ollas que le regaló su madre encontraba un poquito de dignidad.
El infierno era poco, sentía que me quemaba vivo con el sol, la ausencia de cualquier forma de ayuda te hacía sentir menos que nada.
En la misma casilla nos sortearon con una pareja de cortadores de caña que tenía dos niños pequeños para que ayuden en la zafra.
Era imposible concebir una vida digna en esas condiciones. Viviana lo sabía y quizás eso, más que las manos sucias, era lo que la avergonzaba.
No podía dejar de preguntarle a Viviana:
-¿Por qué viniste a trabajar en la zafra?
No sabía si espantaba los mosquitos o si ya no quería que preguntara más. No me contestó, le incomodó responder lo evidente.
En Jujuy hubo siempre una migración interna de jornaleros de la zafra y de las tabacaleras. Viviana venía todos los años a unirse a las filas de la zafra porque le hicieron creer que era lo único que podía hacer.
Nunca antes, había visto tanto maltrato y pobreza. Comenzaba a entender cómo funciona un mundo perverso del trabajo y la existencia de esclavitud en el país.
El trabajo de los niños era recoger las cañas peladas; solo en ellos pude ver una sonrisa inocente donde mezclaban juego con trabajo. Todos, absolutamente todos, tenían la cara y el cuerpo cubierto con sarna, el pelo lleno de piojos y un vientre hinchado. Las mamás creían que se curarían solos y nunca le dieron mucha importancia.
No sabía cuánto tiempo aguantaría, la realidad me dio una piña en la cara y aun no vuelve mi razón.
Todos los zafreros acompañados de sus “cuartas” cortaban y pelaban una tonelada de caña en ocho horas. Por eso, el trabajo en la zafra comenzaba incluso a las tres de la mañana y llegaba a sumar una jornada de trabajo de hasta doce horas. Si no completabas la tarea no recibías nada.
Los capataces a fuerza de amenazas de no pagarnos y en ocasiones de azotes nos hacían llenar los camiones de carga que equivalen a ocho o nueve toneladas limpias.
Para ese momento ya sabía lo que era “una cuarta”, una ayudante y subempleada del zafrero que podía ser cualquier niño o niña trabajadora que para los cañeros y los dueños del ingenio simplemente no existían.
Los más antiguos le habían agarrado bronca al capataz que reclutaba trabajadores, porque sabían que se embolsillaba un porcentaje del total ganado por el jornalero. Era el premio por haber conseguido nuevos “esclavos”.
A los dueños y a los capataces les incomodaba que su gente, piense y se organice, que lograran el reconocimiento de la condición de trabajadores asalariados; por ese motivo ellos mismos hicieron correr el cuento del “pariente”.
Este pariente era el perro del diablo que de vez en cuando se llevaba un zafrero y casualmente era el que estaba en desacuerdo con lo que decía el capataz.
Mi padre también me contaba esas historias pero como nadie volvía de la muerte para corroborarlo era imposible saber si era verdad.
Solo decían que encontraban los zapatos o tal vez sus ropas manchadas de sangre y que el pariente se había cobrado la cuota de carne humana que el dueño le debía al diablo.
En ese momento pude haber creído como muchos de los que allí trabajaban, pero el tiempo me mostraría con cierta lógica, la aparente verdad.
Los días parecían iguales, quizás alguna lluvia nos permitía un descanso pero apenas terminaba la lluvia salía un sol aún más fuerte sumada la humedad, el trabajo se hacía más duro ya que el barro se pegaba en los zapatos y nos impedía caminar.
Día tras día fue pasando hasta que cumplí mi período en aquel lugar, fue como haber pagado una condena por ser pobre. Algo que jamás se me olvidaría porque marcó en mi piel el paso por la zafra.
Viviana recogió sus cosas preparó a su madre y como si ella fuera la adulta la sujetó del hombro y se dirigían hacia el camión que la llevaría de nuevo a su casa.
Tanto tiempo mirándola hizo que pudiera encontrar a la mujer que quería en mi vida, fue algo que maduro poco a poco pero en silencio.
Me acerqué a su madre y le pregunté si podía acompañarlas, y gracias a Dios me dijo que sí.
Fue Él quien puso en mi camino a esa niña mujer que me acompaño por el resto de mi vida.
Seudónimo: (palo y a la bolsa)